Estábamos en la sala de espera del hospital. Éramos varias personas. Llegó una señora y preguntó si había alguien más para reumatología. Contestamos que sí, estábamos todos para eso. Preguntó otra vez si era en el consultorio número 23. No, es en el 26, respondimos. Pero a mí me pone acá que es el 23. Nos encogimos de hombros, no sabíamos. Vaya a la entrada a preguntar, sugirió una mujer de gafas. Sí, vaya, dijo otra mujer con tatuajes en los brazos. Yo me callé. Que vaya si quiere, pensé. Y la señora fue para allá. Dejó su tapado rosa mal doblado en la silla. Regresó de a poco. Dijeron que el número del despacho no era importante, solo el otro, el del orden de llamada. Seguía llegando gente; un matrimonio de sesenta y tantos, una madre con su hija morochita. Las sillas no eran del todo incómodas y a través de dos ventanas se veía a pocos metros un pedazo del muro de enfrente. El zumbido de la calefacción me adormecía. Apoyé un momento la cabeza contra la pared, cerré los ojos, los volví a abrir. Todos jugueteábamos con nuestros celulares. Yo me puse a escribir. Y de pronto pensé que los otros también podían estar escribiendo en su aplicación de notas la historia de esta espera, en esta sala. Dirían que llevo un pulóver naranja, que he ocupado la silla de al lado con mi cartera y una bolsa de papel, que de la bolsa sobresale el envoltorio de un regalo. Se ha puesto el abrigo sobre las rodillas, escribirá el hombre de al lado. Se viste como una mina joven, pero ya no lo es, anotará la madre de la nena. Y así seríamos los unos protagonistas de las historias de los otros, sin saberlo, en una especie de narración sin sentido ni final.