El viejo dejó la tacita en el plato, agarró el libro de tapas rojas que no había llegado a abrir y se levantó con parsimonia. La mujer de la barra vio que se iba y rápidamente asió la cartera para ocupar el lugar del viejo. Vete de una vez, pelotudo, pensó. Pero el viejo se lo tomaba con calma. Se puso la bufanda, se abotonó el abrigo y se ajustó los lentes. La mujer esperaba de pie a su lado con cara de póquer. Era la mejor mesa de todas. Subías tres escalones, te sentabas en la butaquita tapizada de verde y tenías, justo enfrente, un enorme espejo que reflejaba toda la cafetería. Uno podía ver lo que sucedía levantando apenas los ojos. Lo que hacían las parejas debajo de las mesas, el señor elegante con la mano dentro de los pantalones mirando a la joven mesera o la mina hurgándose la nariz con disimulo. El mundo era un poco una mierda, pero verlo desde allí daba una extraña sensación de poder.

Una vez sentada, hizo una señal y la mesera se acercó sonriente. Otro doble manchado, pidió, y, mirá, el hombre aquél de la derecha, el del traje azul, tené cuidado, es un baboso. La mina no mudó el gesto. Ya lo sé, dijo, pero son cosas de mi oficio. Se encogió de hombros y se marchó.

Ella se miró en el espejo. Una mujer normal, con lentes y media melena. No estoy del todo mal. Su reflejo le sonrió. Pará, pensó, ¿ella había sonreído? Sí, claro, seguro. La mesera regresó con su manchado. Perfecto, dos sobrecitos. Abrió el primero y echándolo en la taza volvió a mirarse en el espejo. Pará, volvió a pensar. En el platito frente a su reflejo había dos envoltorios vacíos. En su platito, uno sin abrir. Su yo la miraba estupefacta con su misma cara. Movió lentamente la mano derecha y la mujer del espejo hizo lo mismo. Agarró la taza y tomó un sorbo sin quitarse la vista de encima. Un estrépito la hizo volverse. La mesera había dejado caer sobre el hombre del traje azul una bandeja repleta de vasos y se estaba disculpando. ¡Bien hecho!, pensó. Cuando la mujer miró de nuevo su reflejo, se sorprendió. Ahora veía toda la cafetería y ella estaba sentada en la butaquita verde mirándose a sí misma con expresión de no entender nada. Abrió la boca, pero su yo no lo hizo, tan solo le sonrió, agarró la cartera, dejó unas monedas en la mesa y se levantó para marcharse. La mujer del espejo hacía lo mismo, pero no quería, no quería hacerlo. Algo la empujaba hacia un lugar incierto, una oscuridad que se aproximaba demasiado rápido.
Cuando su reflejo salió de la cafetería, la mujer ya no estaba.

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