La puerta estaba cerrada. Llevaba años así, con el cartel de “Se alquila” ya descolorido. Su padre había entrado y salido por esa puerta cientos de veces cuando laburaba de encargado. El viejo no fue nunca muy hablador, pero tenía sus cosas. Jugando a los naipes siempre decía, “Dios protege al inocente”, y ganaba todas las manos, todas. Se repitió aquello tantas veces que ella llegó a creerlo y aún hoy, cuando dando vueltas buscaba un lugar para estacionar el auto en la ciudad atestada, se decía a sí misma (a veces en voz alta), “Dios protege al inocente”. No funcionaba siempre, pero cuando lo hacía, era bonito, como si su viejo estuviera todavía acá, entre los vivos, solo por tener razón. Había llegado hasta la puerta paseando sin rumbo. ¿Qué hacer? ¿Y cómo? Esa era la pregunta: ¿cómo?

Dios protege al inocente, Dios protege al inocente, se repetía una y otra vez.

Y allí estaba la puerta, con el cartel descolorido de “Se alquila”. Sin pensar, la empujó con la mano derecha y se estremeció al comprobar que estaba abierta. No vio a nadie por la vereda así que entró y con cuidado cerró tras ella.  Caminó unos pasos. El piso estaba lleno de polvo. Abrió el puño izquierdo y dejó caer al suelo el pene ensangrentado de su esposo. Salió despacio y cerró la puerta. Empujó de nuevo y sorprendida, comprobó que no se abría. Sonrió para sus adentros. Era verdad, Dios protege al inocente.

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