Con precisión inexacta, puso el cronómetro en marcha y salió a trotar los cinco kilómetros de todos los días. Eran apenas las siete y media de una mañana de enero y recién comenzaba a amanecer. Todavía es de noche, diría su tata, una noche clara. Una mujer de armas tomar había sido, hasta el final. Justo después de ser desahuciada por los médicos acudió al notario en secreto y con maldad inocente, desheredó a todos sus descendientes. Dos curdas de los que se ponían a mendigar en la puerta de la iglesia de San Ignacio fueron testigos de cómo la inmensa fortuna de la tata pasaba a manos de la protectora de animales. Convidó a los pibes a un almuerzo pantagruélico al que no se quedó y dejó una propina astronómica en el restaurante.

Pensando en su tata pasaron los primeros dos kilómetros. Le dolían las rodillas. El frío de mierda se dijo. Un frío ardiente que se te metía en los huesos. Aún con el dolor siguió trotando a buen ritmo. Si algo tenía, era fuerza de voluntad.  Un, dos, un, dos. Y de pronto, la piedra. Ni tiempo le dio a poner los brazos por delante para frenar el golpe.

La reputa que te parió, gritó. Le sangraba la nariz y ya sentía cómo la barbilla y la frente comenzaban a inflamarse.

La piedra era grande. El día anterior no estaba, eso seguro. Siempre hacía el mismo recorrido y no estaba, eso seguro, siempre hacía el mismo recorrido y no estaba eso seguro, siempre hacía el mismo recorrido y no estaba, eso seguro…

Al otro lado del túnel, estaba su tata. ¡Ay mi niño! le dijo, ¡ya llevaba rato esperándote! Se aproximó a él y, mientras lo abrazaba, el amanecer oscuro tomó por fin la ciudad.

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