La mujer de enfrente tenía el cabello corto y blanco. Estaba sentada con las piernas medio estiradas y los tobillos cruzados. Leía un libro chiquito. Toda su ropa era oscura. La falda, marrón, el suéter y la campera, azul marino, las medias, muy tupidas, negras y los zapatos, grandes y de un color indefinido. Una monja, pensó. Pero ¡dios mío, qué bufanda! A rayas blancas, rosadas y burdeos. Una preciosa bufanda de cachemira que le daba la vuelta al cuello y caía con gracia a ambos lados del pecho. Si dibujara, se dijo, la retrataría volando hacia las nubes, con la bufanda en una mano ondeando al viento, como la estela de un cometa. Entonces, la mujer la miró directamente,

Está buena la tarde, ¿verdad?

 Sí, sí, apetece estar acá tomando un poco de sol.

La otra sonrió y siguió leyendo. Al rato, se sacó la bufanda y la dejó a su lado bien doblada.

Sí que calentaba ese sol de primavera. Ella miró su reloj, tenía que apurarse. Se levantó y dijo:

Yo ya me voy, chau.

Alzando la vista de la lectura la mujer la despidió sonriendo,

Chau.

Pasaron diez minutos y cerró el libro. Se puso la campera y guardó el librito en uno de sus bolsillos. Caminó hasta la salida del parque, dobló a la derecha y se perdió de vista.

La bufanda quedó allá, doblada sobre el banco.

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